Cuentos de nadas
Érase otra vez un viernes por la noche como el de hoy. Érase otra ciudad llena de fiesta. Y puestos a serse, érase una manada de princesas con piercing bajo el tanga, recién y muy salidas de sus torreones de 30 metros, custodiados de lunes a viernes por dragones llamados Aula y Curro.
Decenas de miles de lobos feroces recorrían los bosques encantados de conocerse, y dispuestos a liberar el pulgarcito que llevaban dentro, mientras tres cerditos se quedaban en casas de papel higiénico esperando la hora mágica en la que la tele se transformaba en un peep show.
Eran tiempos convulsos. Las brujas malas iban de hadas madrinas, los peores flautistas se hacían residentes, los ogros más idiotas custodiaban cualquier cosa parecida a un garito, y las manzanas envenenadas tenían forma de vaso de tubo y consecuencias de garrafón. El azul príncipe destenía a un morado intruso con la luz del amanecer, y los zapatos de cristal estaban ya disponibles para cualquier talla, sexo y condición.
Todo empezaba a ser mucho menos colorín y mucho más colorado. Ellas juraban que sólo salían para divertirse. ellos jurarían lo que hiciese falta para no acabar divirtiéndose solos.
Así las cosas, no nos debe extrañar nada que las más bellas fuesen durmientes, que hubiese caperuzas de todos tamaños, colores y sabores, y que las nieves no fuesen las únicas blancas ni las únicas nieves.
Ya nadie quería comer perdices. Tú sabes la de grasa que lleva eso. Mejor una barrita a media mañana y una ensalada para cenar. Que luego había que enfuendarse el traje nuevo del Emporio Armani, Dolce Gabbana o Chanel de turno, modernos Merlines al servicio de los mejores cisnes de quita y pon.
Mientras Hansel denunciaba a Gretel en prime time por no compartir la rentable exclusiva de su incesto, el rey abdicaba noche sí noche también en todo aquel que supiese pronunciar un "ábrete sésamo", un "estoy en la lista" o un "tengo copas gratis".
Había que aprovechar. Había que hacerlo. El lunes los jefes volverían a croar desde sus apestosas charcas. Ese mismo lunes despertaríamos los demás y nos convertiríamos en ratas, ratones y calabazas. Volveríamos a ser dignos de nadie, con nuestras vidas de nada y nuestros sueños de nunca jamás.
Algunos, sólo algunos, lograrían algún mail falso, los menos un teléfono borroso, y los más cuentistas, una noche para no dormir.
El resto, bueno, el resto nos conformaríamos con sobrevivir a esas historias de nunca empezar de las que hablaba el maestro Sabina, mientras aguardábamos al siguiente milagro llamado viernes noche en el que, con suerte, ocurriría de nuevo eso tan excepcional.
Volver a serse que se era.
Cuentos de nadas
El pensamiento Negativo
Risto Mejide
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